martes, 20 de enero de 2009

Amor desalmado


Estática en algún punto inconcreto de la extensa avenida, miras sin ver a la gente en su diario caminar.

Oyes sin escuchar el claxon de los coches mezclándose con las distintas conversaciones de los transeúntes que te rodean.
Sientes en tu piel el viento acariciarte. Notas miradas de extrañeza hacia tu persona. Puede que incluso algún difuso “¿estás bien?”. Pero nada de lo que te rodea merece tu atención. Por una vez, sólo esta vez, toda tu atención está dirigida a tu propia persona.

Te concentras en los sentimientos que corren por tus venas y no puedes evitar pensar qué esa opresión en el pecho es un sentimiento extraño. Siempre narrado en cuentos y novelas pero nunca vivido en la propia carne. Nunca, excepto esta vez.

Te sientes olvidada. Burlada. Insignificante. Sola.

Una vez más, traicionada sin querer. Sí, sin querer. Porque sabes que él no lo ha hecho a propósito. Eres consciente de que él no conocía tus sentimientos y que de ningún modo es culpable. En realidad, nadie lo es. Nadie, excepto tú.

Tú, ilusa adolescente de más de veinte años. Tú, niña inocente que sucumbes a los encantos de la ilusión. Tú, que tropiezas siempre con la misma piedra, que caes una y otra vez en la misma trampa. Ésa que el amor parece tener preparada especialmente para ti.

Las lágrimas pugnan por salir pero algo en tu interior, algo inconcreto e inusual, que nada tiene que ver con un esfuerzo físico por tu parte, les impide escapar hacia el exterior.

En realidad, no te importaría romper a llorar. Qué más da la gente que pueda haber. Sería un alivio, una descarga. Pero, simplemente, no eres capaz.

Nos sabes por qué. Puede que todas aquellas cicatrices que adornan tu corazón tengan mucho que ver. Demasiado sufrimiento exteriorizado. Demasiadas cicatrices por una misma causa.

Y tomas conciencia de que va siendo hora de llevar tú misma tu propia carga. A fin de cuentas, es tu problema.

Sonríes con cierto cinismo al darte cuenta, sí, ahora, de lo estúpida que has sido. Cómo pudiste pensar qué esta vez sí podía ser. Cómo fuiste capaz de volver a caer. Dónde estás tú, la verdadera, cuando el amor, o una sombra de él, llama a tu puerta. Dónde se esconden tu madurez y tu cordura. Puede que sí sea cierta aquella frase tan conocida que dice que el amor es ciego. Que una venda cubre tus ojos cuando sus redes te atrapan y sus garras te sujetan.

Y anhelas contar al mundo aquél secreto que guardas en tu dolido corazón. Sí, deseas gritar que Cupido, oh, Gran Caprichoso, practica su puntería con su juego favorito, el juego del amor. Que la suerte, tierna gemela del azar, es favorable para algunos privilegiados, sí, como la bella Elena de Troya y sus variantes, que hayan gracia ante sus ojos. ¿Y Afrodita? Oh, perfecta Afrodita, desalmada diosa que apuesta con Cupido a quién acertara su flecha.

Cruel destino que juega con nosotros cómo y cuándo le place.

En una mano llevas a la soledad, la otra te la coge el amor. Y no sabes cual de los dos te dejará llegado el momento.

Porque quién sabe y quién sabrá. Ya lo dicen los sabios, que las cuestiones del amor, por suerte o por desgracia, escapan al entendimiento humano.

Y quizás es mejor así.

Pero mientras tanto, tú, simple humana entre muchas otras, dotada de atributos cualesquiera, esperarás paciente, entre innumerables desengaños y noches de desvela, a que el amor, en persona y verdadero, llame a tu puerta o pase de largo.

*
Con cariño,
Moira.