miércoles, 17 de diciembre de 2008

Carmín de una sola noche.


Con curiosa ceremonia destapa aquella barra de labios color carmín que había quedado olvidada en aquel olvidado cajón.

No sabe que yo, desde la obertura de la diminuta ventana, la estoy observando una vez más.

La acerca a sus labios y los cubre de ese sugerente rojizo que jamás se había atrevido a llevar más allá de las cuatro paredes que forman ese cuarto de baño.

Aunque esta vez, en su pequeño ritual hay algo distinto. En el pardo de sus ojos se vislumbra una firme determinación.

Observa sus facciones en el espejo con detenimiento. Y me atrevo a afirmar que no se reconoce en ellas. Definitivamente, había hecho un buen trabajo consigo misma. El maquillaje, expandido por su rostro con notable acierto, y los colores, combinados con sorprendente armonía, le daban un aspecto sensual que jamás había tenido y que siempre había ansiado tener.

Se mesa el cabello, dándole un toque salvaje al conjunto, y se dedica una sonrisa seductora para después salir, con aires inusualmente felinos, al Gran Exterior. Dispuesta a comerse el mundo en una noche. Única y exclusivamente, esa noche.

Como un anhelo mil veces soñado, que de una vez por todas, debe hacerse realidad.

Antes de cerrar la puerta dirige una mirada al reloj de muñeca para comprobar que le quedan, exactamente, seis horas y diecisiete minutos.

Más que suficiente.

Porque ya lo dice Rochefoucauld, en esa frase célebre tan poco conocida, que no hay mujer honesta que no haya soñado alguna vez con dejar de serlo.

Aunque sólo sea por una noche.

Dándose los últimos toques de carmín,
Moira, una más a la que Rochefoucauld supo retratar.



Única y exclusivamente esta noche.



Te giras, con tu larga cabellera, brillante y sensual, ondeando al compás de tu vuelo.

En tu fino rostro enmarcas una expresión que refleja una muy bien ensayada inocencia y la exquisita interpretación de un fingido desinterés.

Y funciona.

Porque cuando tu ávida mirada haya los claros ojos que buscan, sabes que esa noche, única y exclusivamente esa noche, él será tuyo.

Disfrutando de los momentos de inspiración,
Moira.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Hugo, Noelia y nadie más.



Se acercó a la silueta que yacía apoyada en la pared con una muy bien simulada seguridad.

La miró largo rato, aparentando calma ante su escrutiñadora mirada, disfrutando de su belleza, deleitándose con cada uno de sus rasgos.

Sabía que era extraño que estuviese allí, parado frente a ella, en silencio, simplemente observándola.

Pero nadie más que él sabía el huracán de sensaciones que moraba en su interior, arrasando cualquier ápice de tranquilidad o de convencimiento que pareciese tener. Nadie más que él sabía la lucha que su mente y su corazón libraban contra el peso de la culpa, que le insinuaba que nada podía arreglarse ya, que lo martirizaba, que le provocaba ese extraño sentir en el estómago y esa familiar sensación en la garganta.

Contra más la contemplaba, más ruda le parecía que era su mirada. Señal de que era hora de actuar. Hora de hacer aquello que debía haber hecho en el momento en que toda aquella situación comenzó.

Sintió deseos de aclararse la voz. Pero sabía que con ese simple gesto mostraría su miedo. Y eso, frente a ella, no iba a permitirlo.

-¿Puedo? –dijo, alegrándose, en lo más recóndito de su ser, allí donde esos ojos aguados no podían llegar, de que hubiese sonado claro y alto.

-¿El qué?- preguntó ella tras unos segundos.

Su tono denotaba desconfianza y Hugo no se extrañó. Era normal, después de todo, él le había fallado.

Se sentía desarmado. Sin embargo, ése era el momento. Si no lo hacía en ese instante no lo haría nunca. Y aunque sonase extremista, él era el único que sabía cuan cierta era esa realidad.

No le respondió.

Se limitó a dar un paso más hacia ella, cuerpo contra cuerpo, y acercó sus labios a su oído derecho.

-Acercarme a ti como antes- le susurró.

Sintió el leve estremecimiento que, sin el permiso de su dueña, emitió el cuerpo de Noelia.

-Lo siento- volvió a susurrar, esta vez en un tono mucho más confidencial, como si temiese que el aire los oyese.

No la veía. Pero estaba seguro de que había cerrado los ojos y acallado un suspiro.

-Perdóname, Noelia.

De nuevo, el silencio fue toda respuesta.

-Sabes que te quiero. Sabes que jamás, óyeme, jamás, haría algo que te dañase a propósito- hizo una leve pausa y continuó, manteniendo esa atmósfera íntima que su tono de voz había creado- Por favor, Noelia, créeme.

Elevó una breve oración al cielo y la miró a los ojos.

-Te prometo, aquí y ahora, que no volverá a suceder. Te digo, con el corazón en la mano, que me arrepiento. Y te pido de nuevo, por favor, que me perdones.

Tragó saliva. Le estaba costando más de lo previsto decirle todo aquello. Estaba desvelándole sus sentimientos como nunca lo había hecho. Y ella permanecía impasible. Como si nada le afectara. Como si la sentencia ya estuviese dictada.

Ese último pensamiento lo desesperó.

Alzó la mano y le acarició la mejilla, pensando que quizás era la última vez que podía hacerlo. Le rozó los labios con uno de sus dedos, rechazando, en un intento vano por mantener un ápice de esperanza, la posibilidad de que no volviese a besarlos.

Y entonces qué. Qué haría él sin ella.

Quién era Hugo sin Noelia.

-Noelia, yo…

Entonces, en ese instante en que su voz había perdido cualquier tono confidencial, cuando de su pose había caído la fingida seguridad, cuando de su mirada se había esfumado cualquier espectro de calma, Noelia sonrió, provocando que Hugo interrumpiera su discurso.

Posó su dedo índice en la punta de su nariz, juguetona y divertida, y lo bajó hasta sus labios. Hizo caso omiso de la mirada confusa de Hugo y lo besó.

Un simple roce de labios, como el tímido beso de dos adolescentes inexpertos, que disipó cualquier duda que restase en la mente de Hugo.

Porque Hugo conocía lo suficiente a Noelia para saber que ese beso era la prueba de que lo había perdonado, no en ese instante, si no hacía ya tiempo. Y que tan sólo había estado esperando, como él ya se temía, a que se decidiese a suplicar su perdón.

Y Noelia conocía lo suficiente a Hugo como para saber que aquella seguridad y aquella calma habían sido puro teatro. Una vez más, los esfuerzos de su chico habían sido en vano. Se había delatado, de forma graciosa, todo había que decirlo, al colocarse bien las gafas de aquella forma, sí, justamente de aquella forma, antes de acercarse a su oído. Gesto que solía hacer cuando estaba realmente nervioso.

Se miraron de nuevo y estallaron en carcajadas.

Algunos decían de ellos que eran particulares, una pareja singular. Otros afirmaban que no durarían mucho. Otros, bueno, para qué seguir, todo lo que de ellos decían no solían ser cumplidos.

Pero les daba igual. Porque, simplemente, conocerse de esa forma y quererse a pesar de todo era maravilloso.

Ellos habían forjado lo que eran y seguirían luchando por mantenerlo. Haciendo los sacrificios que hiciesen falta. Porque todo esfuerzo valía la pena si seguían siendo Hugo, Noelia, y nadie más.

~

Con cariño,
Moira.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Un olvidado retazo de esperanza.


La vida es caprichosa. La vida es injusta. La vida es incomprensible. O quizás, como una suposición bastante probable, sean los humanos los que la hacen así.

Esta tarde encontré un papel olvidado en mitad de una calle de paredes repletas de pintadas que expresaban lo injusta que es la vida, lo doloroso que es el amor; abarrotada de gente demasiado ocupada en expresar su descontento como para perder su preciado tiempo en pensar, en disfrutar.

Ese papel, ese pedazo de pergamino repleto de un algo especial, decía así:


Sentada entre cojines pienso en ti,
con la mirada perdida
imagino verte aquí.
Pero sé que aunque no pueda oírte
puedo escucharte.
Y que pronto o tarde
estaremos delante.
Y yo mientras tanto,
sentada entre cojines pienso en ti,
y con la mirada perdida,
imagino verte aquí.

Y sé que…
Pronto o tarde, estaremos delante.

Puede que sean los versos de una canción. Tal vez el intento de una poesía. O simplemente, la expresión materializada de un valioso sentimiento.

No sé con exactitud que es, pero desde luego, sí sé lo que significa.

Significa que existe un alguien, un ser diferente que brilla en un mundo repleto de oscuridad, que tiene el mayor regalo que a cualquier ser viviente, ninfa, duende o persona, le pueden conceder.

Alguien, mayor o pequeño, novicio o con la carga de la experiencia a sus espaldas, sabe ver con el corazón.

Alguien que ha dejado caer un retazo de esperanza en mitad del caos y que está dispuesto a esperar a pesar del tiempo, de las injusticias y de la incomprensibilidad.

Y yo me pregunto si ese alguien, es alguien como yo. Y de paso, querido lector, te pregunto, con toda mi osadía, si ese alguien, es alguien como tú.

Quizás vale la pena que pierdas unos preciados minutos de tu tiempo en pensar en ello.

Con cariño,
Moira, la ninfa del destino.

jueves, 20 de noviembre de 2008

La cadena del amor.


Curioso día el de hoy, sin duda.

Para variar, vagaba yo por el mundo de los humanos observando y analizando las calles y todo lo que en ellas hay, cuando dos personas llamaron mi atención.

El molesto ruido del claxon de los coches o el estrepitoso sonido que emitía el motor de las motos no lograban hacer desaparecer ése aura de paz que los envolvía.

Sus brazos enlazados, el compás armonioso de su caminar, sus miradas llenas de cariño, sus sinceras sonrisas, eran una muestra clara y concisa del amor que se profesaban.

El paso del tiempo y sus dificultades no habían logrado separarlos. Al contrario, habían hecho más fuerte el lazo de su amor.

Porque, ¿es que acaso no se crece uno en la debilidad?

Ellos eran la clara prueba de que la respuesta era un indudable sí.

Ella, con el rostro arrugado, sus sensuales curvas perdidas, su abundante cabello desaparecido, los labios maltratados por el paso de los años, seguía siendo bella a los ojos de su marido. Y no era necesario hablar con él para saberlo, bastaba con prestar atención a las miradas y palabras que le dedicaba.

Él, perdido ya su atractivo varonil, sus músculos caídos, su tez reseca y áspera, sus manos rudas y deterioradas por el trabajo, seguía siendo el hombre más apuesto para ella. Seguía atrayéndola como la primera vez, porque a pesar de que la belleza física había sido arrastrada con el paso del tiempo, permanecían sus virtudes. Aquellas que una vez la enamoraron y que la habían mantenido, y la mantenían, unida a él para el resto de la eternidad.

La gente al pasar, niños y adultos, los observaban con detenimiento. Y a muchos, por no decir a todos, se les escapaba una tierna sonrisa o un sutil suspiro. Incluso me atrevería a afirmar que a la mayoría les invadía el mismo deseo fugaz de vivir una vejez similar.

Seguí mi camino con la misma sonrisa bobalicona, sí, aquella que relucía en los rostros de aquellos que presenciaban la escena, pintada en mis labios. Al pasar frente a un callejón me detuve. Allí, arropados por la oscuridad, otra pareja vivía su propia historia de amor.

Se entregaban el uno al otro, como si la vida les fuese en ello, a la pasión. Sin embargo, algo fallaba en la escena.

El fuerte cuerpo de él la aprisionaba, impidiendo el paso del aire entre ellos, dañando el débil cuerpo que se hallaba preso entre él y la pared.


Cuando sus labios se separaron, ella aprovechó para hacerle saber que le estaba haciendo daño.

Pero él no se separó. Simplemente, volvió a besarla, con más rudeza, con más ansiedad. Como si su propia existencia dependiera de lo que había más allá de los labios de ella.

Ella, dominada por la fogosidad de su compañero, ahogó un grito de dolor cuando él le cogió de los cabellos con fuerza y la atrajo más hacia su cuerpo, si cabe, para profundizar el beso. Mientras con la mano que le quedaba libre la acariciaba sin pudor por doquier donde le apeteciese. Y ella lo permitía, más por miedo a replicar, que por placer a ello.

Pronto, como era de esperar, empezó a sentirse mareada. No había espacio para que sus pulmones se llenasen de oxígeno y él casi no le daba tiempo para respirar entre beso y beso.

Si no paraban durante unos segundos, tan sólo un instante, acabaría desmayándose irremediablemente.

Lo empujó levemente, con suavidad y cariño, para hacerle saber, en una petición silenciosa, que necesitaba un poco de espacio.

Pero él la ignoró.

Volvió a intentarlo, esta vez con un poco más de fuerza.

La reacción fue la misma.

Una sensación de agobio y ansiedad se apoderó de ella. Necesitaba espacio.

No era un capricho; era una necesidad.


Alterada, empujó con todas sus fuerzas al cuerpo que seguía encima de ella impidiéndole algo tan vital como la simple acción de respirar.

Cogió varias bocanadas de aire y sintió como la ansiedad iba desapareciendo, dando a su vez lugar a la calma.

Calma que duraría poco. Era perfectamente consciente de ello. Probablemente ahora comenzaría una intensa discusión que bien sabe Dios cómo acabaría.

Levantó sus ojos y no se sorprendió de la ira que empañaba los azulados ojos de él. Aquellos que en su día la habían hechizado y que aún la mantenían presa, sin intención alguna de dejarla marchar.
Sin más, se limito a coger aire de nuevo y esperar, con inusitada paciencia, a que explotase la furia de su compañero. Me alejé del lugar cuando los gritos empezaban ya a oírse.

Inevitablemente, mi mente dio rienda suelta a aquellas cuestiones que de boca de muchos había oído ya y que, en contables ocasiones, habían despertado mi interés.

El amor, un sentimiento extraño. No contiene la simplicidad de la amabilidad, a pesar de que la misma amabilidad contiene una fuerte connotación de cariño, de amor. Se identifica con el fuego, elemento de la pasión, de la locura. No tiene definición. No sigue ninguna regla. Es efímero, para algunos. Eterno para otros. Un juego para muchos, un compromiso para otros tantos.

Es respeto y descontrol al mismo tiempo. Coherente e incoherente a la vez. Crea incertidumbre, alegra corazones. Rompe ilusiones, genera esperanzas.

Tantas contradicciones juntas. Tantas fases, tan poca vida.

¿Cómo definir un sentimiento así? ¿Hay algo que se le asemeje?

Como ya os he dicho, hoy ha sido un día curioso. He visto dos caras de un mismo sentimiento, de una misma realidad.

Por un lado, el amor puro. Aquél que se asemeja a la calma que llega después de una tempestad. Aquél amor que se fundamenta en el respeto, en el cual ha muerto la pasión pero ha permanecido el cariño, la confianza, el conocimiento.

Por otro lado, el amor inexperto, el amor prematuro. Aquél que genera relaciones tormentosas, mantenidas tan sólo por el hechizo que crea en los corazones jóvenes la peligrosa combinación entre el deseo y la pasión.

¿Cuál es el válido? ¿Cuál es mejor?

¿No son ambos necesarios, complementarios?

¿Quién no ha vivido la inocencia del primer amor? Tan puro, tan esperanzador. Tan desolador.

¿Quién no ha experimentado los impulsos del deseo? ¿Quién no ha cedido a caer en las redes de la pasión? ¿Quién no se ha dejado llevar, alguna vez, por la locura y sus ideas?

¿Y quién no vivirá, si no lo ha vivido ya, la estabilidad de un amor crecido en los años? Donde la confianza inunda el ambiente, el respeto es patente en cada gesto, y el cariño baila en las miradas. ¿No es acaso, éste, también amor?

Actualmente, los humanos, en vuestra sociedad vendéis el amor prohibido. Dejando de lado los demás o simplemente quitándoles atractivo, importancia.

Y ello me lleva a pensar en aquella metáfora que de algún viejo amigo oí una vez. Aquella que dice que si en una cadena quitas un eslabón, la cadena queda incompleta e incluso puede llegar a romperse.




Simplemente, pensad en ello.


Atentamente,
Moira.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Bienvenidos.


Bienvenidos a éste mi refugio. El rincón donde todo aquello que ronda mi abstracta mente toma forma y queda archivado.

Os abro de este modo las puertas a mi mundo, tan real, tan ficticio, como yo.

Todo lo que leáis aquí llevará una parte de mí, eso ya lo sabéis. Pero ello no implica, de ningún modo, que cuando el protagonista de mis relatos sea un "ella", sea yo; ni que cuando el texto que escriba sea triste, yo lo esté.

Lo que leereis será un reflejo de mí, pero nunca me vereis a mí directamente.

Bécquer, para variar, se me ha adelantado y ya ha escrito sobre lo que ahora mismo intento decir. Así que, como yo no lo voy a superar, me permito citarle:

"Por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; éstas, ligeras y ardientes, hijas de la sensación, duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria, hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno, y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez mis ojos como en una visión luminosa y magnífica...

Si tú supieras cómo las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra; si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que flotan en la imaginación, al envolver esas misteriosas figuras que crea, y de las que sólo acertamos a reproducir el descarnado esquelto; si tú supieras cuán imperceptible es el hilo de luz que ata entre sí los pensamientos más absurdos, que nadan en su caos; si tú supieras...pero ¿qué digo? Tú lo sabes, tú debes saberlo.

¿No has soñado nunca?

¿Al despertar te ha sido alguna vez posible referir con toda su inexplicable vaguedad y poesía lo que has soñado?"

Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer.


En fin, aquí queda dicho: curiosead, leed, criticad, debatid...en definitiva, opinad de todo cuanto aquí leáis.


Atentamente,
Moira, la ninfa que ronda estos lares.