viernes, 1 de mayo de 2009

La Bruja


Corría con grácil trote por las grises calles de su ciudad. El continuo chapoteo en su carrera le traspasaba el frío a sus diminutos pies. Las miradas extrañadas y hostiles de las gentes la atravesaban, haciendo resurgir aquella familiar sensación de incomodidad.

Aceleró el paso con el afán de llegar antes a puerto seguro. Lejos de miradas extrañas, lejos de murmullos que se quedaban flotando a sus espaldas.

Frenó frente a una puerta de madera pequeña y carcomida, y picó con fuerza dos veces. La dulce voz de su madre la recibió al otro lado. Al abrirse la puerta, entró apresuradamente, saludándola con un escueto “hola, madre”, sin siquiera pararse, ansiosa por llegar al refugio que le proporcionaban las cuatro paredes del establo. Tan diminuto, tan cálido, tan lúgubre, que era un reflejo extraño de su propia persona.

Cerró la puerta con cuidado y dejó que su espalda se deslizase por la madera de la puerta. Recogió las piernas, rodeándolas con los brazos, y juntando las rodillas al pecho, donde apoyó la barbilla, fijando así la vista en el vacío que tenía enfrente.

Su vida era una miseria. Y era todo por su culpa. Porque era diferente.

Se acarició las piernas con actitud ausente.

Era incapaz de evitar preguntarse el porqué. Ella no había hecho nada. No era mala, tan sólo era distinta del resto. Mas la gente se empeñaba en señalarla con el dedo al verla pasar. A llamarla bruja cuando creían que no alcanzaba a oírlos. A guardarle un especial rencor, sin motivo alguno, que consumía a su pobre madre.

Se levantó lentamente y salió de la habitación para dirigirse a su pequeño santuario. Un lugar que pocos conocían y al cual, por aquellas casualidades de la vida, ella había llegado una soleada tarde de hacía ya tres años.
Salió con sigilo, para que nadie se percatase de su escapada, y corrió de nuevo, esta vez en dirección al bosque.

Después de unos minutos, tras esquivar arbustos y miradas curiosas, llegó. Entre árboles y árboles, una pequeña laguna hacía acto de presencia, llenando el lugar de una serenidad que parecía no acabar de encajar en el sombrío paisaje.

Recuperando el ritmo de respiración acompasado, se acercó a la orilla de la laguna, se acuclilló y adentró la mano en el agua, balanceándola a la vez que disfrutaba de la agradable caricia.

Estaba tibia.

Esbozó una sonrisa, se levantó y se apartó levemente de la orilla para sacarse la desgastada túnica, que quedó olvidada entre las hojas de un arbusto.

Notando las pequeñas piedras clavándose en la delicada piel de la planta de sus pies, se dirigió de nuevo a la orilla. Contempló durante unos breves instantes su distorsionado reflejo antes de hacer que se desvaneciese al introducir su pie en el agua. A medida que su cuerpo se iba sumergiendo, su agradable temperatura le transmitía una confortable calidez que calaba a poco en su interior.

El agua siempre había sido su refugio. La acogía entre sus transparentes brazos, la acunaba en su leve vaivén y la escondía bajo sus sombras de miradas desdeñosas.

Cuando el peso de la realidad se le hacía insoportable, acudía allí, a esa laguna desconocida, donde entre las aguas de la misma se escondían todos los secretos confesados a media voz, donde se fundían las dulces aguas con la sal de sus lágrimas.

Colocando sus manos en forma de cuenco, cogió una pequeña cantidad de esa laguna y la dejó caer de nuevo, poco a poco, gota a gota.

Sintió un nuevo impulso de llorar. Con cierta rabia, notó como las lágrimas se agolpaban en el borde de sus ojos y empezaban a empañarle la visión.

¿Por qué la gente no la quería?, ¿por qué no la aceptaban?

Volvió a coger otro poco de agua y repitió el proceso, dejando la mente en blanco y concentrándose en el fascinante caer del líquido de sus manos y su fusión con el agua del lago al finalizar su caída.

No quería pensar más en su desdicha. No le gustaba. La hacía sentir mal, la hacía sentir desgraciada.

Ella quería jugar libremente como las demás niñas. Quería correr tras los pájaros, quería reírse de los ancianos, quería sentarse a comer manzanas bajo los grandes árboles y quería esconderse mientras esperaba ser descubierta.

Quería jugar. Quería reír. Quería ser normal.

Una lágrima se escapó de su cárcel y cayó con sigilo. Seguidamente, reiteradas convulsiones empezaron a sacudir su cuerpo.

Avergonzada de su propia debilidad, cogió una gran bocanada de aire y se sumergió al completo en las aguas, evitando así el libre paso al llanto desesperado que se avecinaba.

En las profundidades, todo era calma.

Ojalá en su vida reinase siempre ese silencio, esa tranquilidad.

Y de pronto, ese deseo la llenó de un algo distinto a lo que se movía en su interior. Un algo que la llenaba de forma semejante a la felicidad, sin llegar a tal efímero sentimiento, y que se aparecía en su mente en forma de luz. Una luz blanca.

Esperanza.

Salió de nuevo a la superficie.
Dejó que el oxígeno volviese a su cuerpo antes de volver a sumergirse abruptamente.

Calma. Paz.

¿Sería así la muerte?

Abrió los ojos y los alzó al cielo, a la luz blanca que desde el agua se distinguía.

¿Sería así la muerte?

De nuevo, reapareció en la superficie.
El pelo, desordenado y mojado, se le pegaba al rostro. Sintió ganas de que desapareciese

Muy pausadamente, salió de la laguna.

Una vez en la orilla, en pie, contempló de nuevo su reflejo. Distorsionado por las aguas, su cuerpo, menudo y poco desarrollado, se erguía entre ondulaciones. Siguió la forma de sus pies, pequeños y llenos de heridas, subió por la línea de sus escuálidas piernas, pasando de largo el naciente vello púbico, recreándose en su vientre, quizás demasiado plano, fijándose con cierta lástima en sus marcadas costillas, en la forma de los pequeños pechos y en su redondeado rostro, enmarcado por una pobre melena. Por último, fijó su mirada en la que le devolvía su reflejo. Dos orbes grandes, brillantes, apenados, diferentes, la contemplaban. Uno azul oscuro, el otro, marrón claro. El centro de su pésima existencia. El motivo de su desdicha. Su involuntaria condena.

Se acuclilló y observó con más atención sus facciones.

Las aguas se habían calmado y el vaivén era prácticamente nulo.

Bajo los ojos, sus mejillas estaban plagadas de diminutas pecas, graciosas, inocentes. Iban de mejilla a mejilla, pasando por la nariz, respingona y ligeramente desproporcionada respecto al resto del rostro debido a su pequeño tamaño.

Alzó una mano y se tapó el ojo izquierdo, el azul. Le gustaba más el otro, era más cálido. Era del color de los de su madre.

Se preguntó qué pasaría si ambos fueran de esa tonalidad.

Parecería un ángel.
Como su madre.

Y todo el mundo la querría.

Como a ella.

Nadie la llamaría bruja. Nadie la odiaría. Podría vivir en paz. Podría caminar tranquila por la calle. Podría sentir felicidad.

Bajó su mano y secó una huidiza lágrima que bajaba por la comisura de sus labios.

Se alzó y cerró los ojos. El viento volvía a soplar, revolviendo las aguas, meciendo su cabello, jugando con las hojas de los árboles, acariciando su piel.

Se dejó tocar por sus efímeros dedos, se dejó mimar por sus inteligibles susurros. Se permitió sentir un último aliento de vida.

Las lágrimas corrían libres por su rostro, finalizando su existencia al saltar al vacío desde la línea de su barbilla.

De pronto, entre la nebulosa que constituía su visión, la gran roca que coronaba la laguna, en el extremo norte, se le reveló ante una súbita idea que la volvió a llenar de esa extraña esperanza.

Con paso vacilante se dirigió a la roca y, poco a poco, subió por ella hasta llegar a la cima. Desde allí, a una altura considerable del suelo, contempló las profundidades de la laguna. Azul oscuro. Como su ojo izquierdo.

Como impulsada por una fuerza ajena a ella, dirigió una mirada a su alrededor. El verde intenso de las copas de los árboles, la oscuridad entre tronco y tronco, el canto de algún que otro pájaro escondido, el viento fresco, el azul claro del cielo, el blanco de las nubes, sus manos pequeñas, sus sucios pies, el azul oscuro de la profunda laguna.

¿Existía un lugar para ella?, ¿había un lugar como aquél reservado únicamente para su persona?
Cogió una gran bocanada de aire, cerró los ojos, y dio un paso al frente, pisando un vacío que ya esperaba.

Lo siguiente que sintió fue una última caricia del viento, el agua acogiéndola en sus brazos y, por último, la calma.

La tan deseada paz.

Fin
*
Con cariño,
Moira
P.D: Mis más sinceras gracias a todos aquellos que se tomaron un tiempo para analizar el relato y darme una sincera opinión. :)

Un ingrediente básico.


El sonido sordo de la tapa al caer contra un sinfín de páginas bajo el impulso de tu mano. El final de una historia que te ha acompañado durante días, semanas, e incluso, puede que meses .La conmoción de saber que la vida de esos personajes ha acabado y que renacerán de nuevo cuando vuelvas a leer la primera línea de la primera página, quizás, algún día. La suave caricia en la yema de tus dedos al pasarlos por las letras en relieve de la tapa.

Una mirada de cariño. Un mundo que ha acabado tal y como empezó: entre palabras.

Otra historia que incluso antes de llegar a su fin ya formaba parte de ti.

La emoción de acercarte de nuevo a otro montón de páginas agrupadas bajo un título más o menos atrayente. La pregunta de qué se esconderá bajo esos títulos, la inquietud de qué deparará cada uno de esos libros, la duda de cuál será el siguiente, la dura elección de finalmente decidir. La ilusión de volver a leer la primera línea de una gran aventura.

El placer de leer. Un ingrediente básico en la vida de esta ninfa.

Se despide, con otra aventura esperándola,
Moira.