lunes, 23 de marzo de 2009

Abandonada



Por unas finas rendijas entran unos tenues rayos de luz. Está amaneciendo. Piensas que sería un buen momento para levantarte, pero no encuentras fuerzas en ningún punto de tu ser.

A tu lado, la llama de la vela que se mantenía viva para alumbrar tu noche, sabiendo su función finalizada, se ha consumido con la llegada del día.

Hace horas que estás en la misma posición: las rodillas doblegadas, la espalda apoyada en la dura pared, los brazos cayendo por tu regazo de cualquier manera, y la cabeza inclinada ligeramente hacia un costado.

Tu elaborado peinado hace ya tiempo que ha quedado deshecho y tu lustroso vestido empañado por el polvo.

La cuenca de tus ojos está seca. No te quedan lágrimas por derramar, pero aún así, el deseo de hacerlo parece no menguar a pesar de que el tiempo no detiene su paso.

Repentinamente, te preguntas cómo estará el maquillaje. Llegas a la resolución de que, probablemente, tu rostro haya perdido color y bajo tus ojos haya una siniestra línea negra que se expande hasta trazar una difuminada ojera artificial. Incluso el carmín de tus labios debe haber desaparecido tras tantos mordiscos de rabia e impotencia.

Desvías tu vista, perdida en ningún punto concreto, hasta los encajes de tu vestido. Te sorprendes al ver que el mismo sigue siendo blanco. Quizás pensabas, tras una noche en esa destartalada buhardilla, que todo adquiere el mismo tono oscuro, entre el negro-amargura y el gris-olvido. Coges con una mano el tul semi- transparente que forma la primera capa de la prenda. Su tacto es suave, de nuevo te sorprendes. Habías olvidado que pediste expresamente que fuera de seda. Contemplas las rosas bordadas con infinita precisión. Te cautivan, igual que la primera vez que las viste. Acaricias una de ellas y subes tu mano, pasando de largo tu estómago y dejándola reposar en tu pecho, dónde la palma de tu mano aprecia la rugosidad de un elaborado encaje de forma imprecisa.

La dejas ahí, encima del lugar exacto dónde debiera estar tu dolido corazón, olvidada. Tan olvidada como tú.

Ladeas la cabeza hacia el otro lado, empezando a notar, con cierto fastidio, como la desesperación se apodera de tu ser. Una vez más.

Cierras los ojos con fuerza, deseando fervientemente que desaparezca. Sencillamente, no quieres sufrir. No otra vez.

Cuando los vuelves a abrir, un poco más tranquila ya, reparas en algo. Entre los dedos índice y pulgar de tu mano izquierda hay un arrugado papel cogido con mucha delicadeza. También lo habías olvidado.

Lo desdoblas y empiezas a leerlo. Arrepintiéndote al instante de haberlo hecho.

Las lágrimas afloran de nuevo a tus ojos, empañando tu visión, trayendo consigo recuerdos dolorosos. Surcan tu rostro al instante, llevándose a su paso la poca dignidad que, quizás, todavía quedaba en pie. El color vuelve a tus mejillas y los sollozos a tu boca.

No eres capaz de distinguir la elegante caligrafía, pero no lo necesitas. Conoces el contenido de esa breve nota de memoria. Tienes grabada esas palabras a fuego en cada poro de tu piel. En cada lágrima derramada. En cada bombeo de tu maltratado corazón.

Y pasarán los años y superarás esas palabras. Pasarán los años y serás capaz de tirar ese bonito vestido blanco y pasar página.

Mas nunca dejarás de ser, por más que Chrnos no se detenga en su afán, aquella novia abandonada.
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Con cariño,
Moira.
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Relato como respuesta a Retos Ilustrados.
Carta: Retratos.
Tabla: Novia abandonada.

martes, 3 de marzo de 2009

Anhelos de felicidad


El viento mueve juguetonamente la hierba del prado, logrando que las finas hojas me hagan cosquillas en las piernas, justo tras las rodillas.

El Sol resplandece en la bóveda celeste, despejada hoy de cualquier nube, reluciendo así su color azul: vivo y alegre.

Los días de Abril son realmente agradables. Ni frío ni calor. Todo ello sumado a un viento fresco, que es semejante a un aliento de vida, que sopla con frecuencia.

La quietud que reina en el ambiente se ve interrumpida de pronto por unas risas vivas y juveniles. Acompañando las voces, dos traviesos duendecillos aparecen de detrás de los árboles.

Los observo. Me empapo de la frescura de su risa, de la inocencia de su mirada, de la despreocupación que desprenden en esencia.

Son la reencarnación de aquellas grandes cualidades que todos tuvimos una vez y que todos acabamos anhelando. Al igual que ellos harán en su debido momento.

Viéndoles tan sólo puedo recrear un pensamiento. Y es que si yo fuese libre como el viento que acaricia mi piel, si mi vida estuviese regida por tal deliciosa despreocupación, si mi alma poseyese la pura inquietud de la inocencia, me sumergiría en el arte del conocimiento. Y entonces, con los brazos abiertos, me dejaría acunar por la felicidad.
*
Atentamente,
Moira, una ninfa sumergida en sus anhelos.